jueves, 7 de julio de 2011

Como beber agua de mar

El cielo se abrió claro, sereno, y acogió el azul del mar, el blanco lino y el remanso de paz que eran sus ojos.
A él le pareció precioso. Tanto verano, tan claro, tan puro, tan azul...

Una deshilachada hebra de algodón, descolgada de la gran madeja que ocupaba el cielo minutos antes, llamó su atención; un rayo tardío de Sol la ensartó y el mar y el cielo ya no tenían el mismo color. No le importó.
Cobalto, turquesa, marino, celeste, grisáceo... al fin y al cabo, para él, azul. Todos eran simple y llanamente azul, todos menos el de sus ojos. Ese era profundo como... no, cálido como... tampoco, comprensivo como si de... no sabía decir ese algo del que se tratase.

Escrutó el cielo en busca de palabras que definiesen esas dos relucientes gotas que momentos antes pareció engullirse, no las halló.
Una vez más no consiguió distinguir un brillo de otro en esa inmensidad; una vez más lo achacó a su condición de hombre y, una vez más, fue a colarse en esos ojos que contenían todo el brillo que necesitaba para vivir.

No encontró los habituales lagos cristalinos, sólo charcos. Charcos embarrados de decaimiento, decepción, desolación y femineidad. Él se conformó con la más fácil de las respuestas, todas las aguas parecen más oscuras en la noche.

Seguía tumbada en la arena mientras el cielo se tornaba cada vez más negro y él siguió creyendo que eso era estar juntos. Sus entrañas lo repetían firmemente, aunque ya ni siquiera le hacía falta entornar los ojos para distinguir la silueta de lo que fue su compañera alejándose, envuelta en lino.

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